miércoles, 30 de diciembre de 2015

Páginas

Después de tantos años intentado construir algo juntos, vienes ahora con tus manos destructoras a tirarlo todo y a desecharlo como si fuese basura todo lo que me llevó una vida levantar desde los cimientos. Y es que, a veces, es tan difícil lidiar con una situación parecida a la tormenta que compartimos. Sólo llueve. Ya no cala. Ni moja. Ni duele. Sólo son gotas cayendo sin sentido, siguiendo su rutina. Todas las rutinas apestan, al igual que amar mal. Porque si alguien va a querernos esperamos que lo haga bien, y que no lo tire todo al abismo. Pero qué sabrá de aquello que llevamos varios inviernos arreglar, es decir, el corazón roto. Y qué privilegio tienen esos corazones que saben olvidar fácilmente quién y dónde le apuñalaron.

Ojalá el mío fuese de esos: que pudiese llorar por algunas noches, pero que entienda que algún día tendrá que pasar página. Y el mío sólo sabe hacerlo doblando la esquina de la página, porque es masoquista el hijo de puta: vuelve cuantas veces quiere herirse a sí mismo. No lo culpo tampoco, porque las cosas se parecen a su dueño. Y él se parece mucho a mí. A los lugares a los que regreso por el mero hecho de ir contando, una a una, las razones que me obligaron a irme. Y en una, por no decir en todas, te reconozco.

Espero que entiendas que chicos como yo, a veces, la vida se nos queda demasiado grande para lo pequeños que nos sentimos en algunos rincones. Que entiendas que soy el chico que deja pasar trenes, que pierde muchos atardeceres, que cuando se ve las manos mira que lo ha perdido todo, que cuando la vida le comienza a ir bien le entra miedo. Espero que entiendas que chicos como yo la felicidad es un concepto que desconocemos, porque hemos sido chicos tristes. Y no hay nada que perdonar, puesto que si te fuiste sin avisar, antes de darme cuenta que quien se estaba yendo en realidad era yo, fue porque a nadie le gusta embarrarse de tristeza. Y toda esa mierda. 

Hay veces en la vida donde no hay vuelta atrás una vez que has pasado de página, así dejes doblada la esquina.

lunes, 28 de diciembre de 2015

Tres otoños sin tropezar contigo

Después de tantas caídas, parece que no he aprendido nada sobre la piedra. Pareciera que ella se atraviesa por mi camino intencionalmente, aunque sepa que me ha causado varios accidentes ya, pero qué accidente fue enamorarme de ella. De su voz, de su mirada, de su alma oscura, de su corazón roto. Ahora comprendo que siempre he sido amante de lo roto, de lo oscuro, de lo sombrío, porque sé que es lo más sincero y honesto que alguien posee. Como esos momentos de sinceridad por las madrugadas o como cuando eres una ola y el abrazo es el mar. Y todo sigue su corriente.

No sé por qué sigo escribiéndote si sé que tú hace tres otoños que me dejaste de leer. Y es por eso que, en algunas noches, no puedo evitar sostener en la garganta ese grito que lleva varios años atorado ahí, donde uno se tiene que tragar muchas de las palabras que quiso decir en un momento dado y no encontró forma de hacerlo.

Ya nada queda por poetizar ni eternizar, porque en realidad ya he gastado toda palabra, sentimiento y sílaba en echarte de menos. Pero siempre fui de recordar porque, aunque me haga daño, me hace sentir bien. Como algunas canciones. Se sabe que son autodestrucción escucharlas, pero aún así las cantamos a todo pulmón. 

Y qué bonita era tu sonrisa cuando, noche tras noche, te la pasabas llorando por alguna tontería que esta sociedad te hizo creer. Pero tú eres bonita, que no se te olvide, primero que se te olvide la belleza de un ocaso antes que la belleza propia.

Aunque ya no te interese saber de mí, quiero que sepas que todas las noches que me la he pasado recordándote, han sido las mismas que tú utilizaste para olvidarme. Y, por lo visto, te fue muy bien.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Lo que nunca te dije


Voy a decirte lo que nunca te dije, a destiempo. Perdona, de antemano, si ya no te importa o si estás con alguien más cuando leas esto. Pero como sabes muy bien: siempre fui el chico de los demasiado tarde.

Quiero empezar diciéndote que la primera vez que te vi, supe exactamente lo que por años había buscado, pero que por cobarde no quise abrir los ojos hasta que te vi pasar unas veinte veces frente a mí. Y solamente me limitaba a sonreírte y a pensar en lo bonita que eras cuando llevabas los cascos puestos, y suponía que imaginabas que eras la protagonista de alguna novela ficticia en tu cabeza. Y lo bonita que te veías todo el tiempo, porque al principio te idealicé: supuse cómo era tu voz cuando estás rota o tu mirada cuando el mundo se te cae en mil pedazos.

Pensaba en ti el mismo tiempo que tú no pensabas en mí. Gastaba la mayor parte de mis horas en escribirte algún que otro escrito y luego lo abrazaba como si de verdad se tratase de tu alma, de tu piel. Quizás ni siquiera te lo imaginabas, pero tu sonrisa era como una estrella inalcanzable, como una verdadera e irreal utopía. Y las utopías, siempre, siempre terminan doliendo.

Me doliste tanto como llegué a quererte. Porque el amor al igual que las heridas, ya sabes aquello de que hay que tener cojones para enamorarte y que quizás no sea correspondido tu amor de la forma en que tú mereces. Porque es terrible la idea de aceptar un amor que no está a la altura del nuestro. Como iba escribiendo, el tuyo sí lo fue. Y cómo no serlo, si los latidos del corazón nunca mienten. Y ellos hablaron por nosotros todas las veces que tuvimos la oportunidad de abrazarnos y sentir que éramos una sola y muy herida piel.

Cuando te acariciaba las heridas pensaba en lo bonito que sonreías para lo rota que estabas. Y te mantenías a pie del cañón, porque jamás fuiste de las que se rinden fácilmente, pero que, a veces —me decías—, hay que saber rendirse en un abrazo y que eso también sabe a victoria. Y jamás me pasó por la cabeza que la gloria a la que te referías, podía curar tanto un corazón roto. Un abrazo hace eso.

Lo segundo que quiero decirte, independientemente si has llegado hasta este punto —y espero que sí—, es que lo siento. Siento mucho haberte arruinado las mejores vistas que te prometía el paisaje. ¿Y sabes? Fueron caminos distintos los que nos deparó el destino en ese preciso instante en el que el horizonte se dividió en dos. Siento tanto haberte destrozado más de lo que ya estabas antes de mí, perdón por haber sido esa tormenta que no cala, pero duele. 

La vida se torna oscura —más oscura en mi caso— cuando eres el protagonista de una herida más en la piel del otro. Y tienes que seguir latiendo a través del dolor. Y no en su sonrisa.

Joder, chica. Cómo olvidar las veces en las que me llamabas y te soltabas en llanto al otro lado del móvil. Y yo no podía hacer absolutamente nada, excepto salir a buscarte. Y abrazarte fuerte y poner tu canción favorita en el coche, mientras conducía a un lugar alejado de la ciudad, donde podías gritar a todo pulmón sin que nadie te preguntara que qué te pasaba. Porque odiabas las explicaciones, mucho más si se trataba sobre tu estado de ánimo, detestabas compartir con el resto lo que te consumía, pero siempre fuiste de ir regalando sonrisas —fuiste muy generosa en ese aspecto—, pero debiste saber que hay veces en el camino en las que tienes que detenerte, tomar un respiro, llorar si es necesario y seguir andando como lo has venido haciendo todo este tiempo. Porque no todo tiempo es tiempo  de andar, hay tiempo para descansar y respirar. Hay momentos para ser guerrero y momentos para ser refugio.

Y lo último que quiero decirte es que, si un día encuentras a alguien más, por favor, dale una oportunidad. Jamás pases del amor, porque él es quien nos hace sentir cosas bonitas, incluso cuando nosotros somos un desastre sin causa ni efecto. Y que, ojalá, pienses en mí cuando, andando y buscando, escuches nuestra canción en la radio. Ojalá pienses en mí cuando alguien lleve puesta la misma colonia que uso yo; cuando alguien más diga alguna tontería sin sentido como cuando trataba de hacerte reír porque ya estábamos cansados de tanta tristeza; cuando en algún atardecer pienses en todas las locuras y caídas que sufrimos por haber sido valientes. Valientes, eso fuimos. Y, al final, acertamos en aquello del amor que merecemos.

Recuérdame como el chico de los demasiado tarde, pero que perdía el tren de vuelta a casa por quedarse un rato más contigo.

Posdata: Nunca me olvides, nunca nos olvides.

martes, 22 de diciembre de 2015

Atardeceres

Héroe, 
eso me faltó ser.
Ser mi salvavidas, 
salvarme ante el naufragio que anticipaban
tus pasos acercándose a mí.

Apareciste cuando yo era una herida,
por eso te dolí desde el principio, 
ojalá se pudiesen cambiar las primeras malas sensaciones 
por ser la canción que tarareen tus labios por las noches.

Si me dicen que tú no eres poesía, 
yo les diré que nunca han sabido de literatura 
ni de ser poetas. 
Poeta es la noche mientras una canción se reproduce 
y nuestras vidas no piensan dos veces en atravesarse, 
una con la otra.
Y enredarse como se enredan los cascos cuando los llevas en el bolsillo. 
Y es, a veces, prácticamente imposible desenredarlos.

Qué quieres que te diga, 
si ya te lo he escrito todo, 
todo lo que no te dije.

A veces no salva el hecho de que te abracen, 
sino el acto de valentía de abrazar una ruina que está a punto de colapsar.
No te detengas.
Sigue.
Llegó Diciembre 
y hace frío. 
Y los recuerdos por estas fechas siempre me han sabido muy amargos recordar.

Espérame lo suficiente 
como para sacarte a bailar en la estación correcta, 
porque siempre he sido yo el incorrecto 
en las vidas que he conocido.
Perdón si no llego a tiempo, 
pero siempre soy yo quien se detiene a contemplar los atardeceres.
Y ellos al igual que tú 
están
lejos.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Arder

Toda la vida buscando el arma homicida
y me vengo a dar cuenta de que es tu mirada,
esa que derrocha poesía entre tanto verso
y la que te ve a ti arder desde que no te cuento
tu cuento favorito.

Y los monstruos parecen cobrar vida desde el papel.

Si después de tanto tiempo sigues calándome la herida,

curándome las noches de guerra conmigo mismo, 
sigues siendo la pista de mis aterrizajes 
cuando ya no tengo paisaje al que admirar ni contemplar
cuando me siento perdido.
Porque te regalé todos mis nortes
y me quedé sin ninguna pista de cómo ser encontrado.
Porque me perdiste 
y me viste arder cuando, mientras amanecía, yo anochecía.
Porque me perdiste 
y me viste brillar sin ti.
Pero lo que no sabes es que mientras más me alejaba,
más me apagaba.
Ahora soy una estrella que ha perdido su luz 
y siempre la encuentra cuando te ve sonreír a lo lejos.

Creo que merezco algo que me destroce por completo.
Ven, sí, tú.
Porque hay personas como yo a las que nos aburre la calma, 
así que prefieren la tormenta antes que el tormento
de escucharse a sí mismas cuando nadie más habla,
cuando nadie baila 
y todo parece una escena sacada de una película de ciencia ficción.

Contigo empezó lo que conmigo terminó, 
así que mírame bien a los ojos 
cuando te hablo bajito, 
cuando quiero pasar desapercibido en un mundo que arde en llamas 
y es que tú no me llamas cuando necesito escuchar tu voz.
Y por eso estoy igual que él: ardiendo.

Me estoy acostumbrando a ser la canción que todos quieren olvidar,
a ser el viento que todo se lleva, pero que antes todo destruye,
porque soy tornado, 
soy destrucción para quien, como tú, decide acercarse un poquito más.
Por masoquismo o por curiosidad.

Le pusiste mi nombre a tus ojeras,
pero yo le puse tu nombre al amor.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Después de todo, nada


Me causa un escalofrío el hecho de pensar que, al final de esta canción, terminaremos siendo dos desconocidos. Y que jamás nos volveremos a mirar como si mirásemos la única salida de Roma, o como si fuésemos la única respuesta a todas las preguntas. Algo hay de cierto aquí: las personas una vez que se conocen del todo, utilizan todas sus fuerzas en intentar desconocer el infierno del otro. A nadie le gusta quemarse, mucho menos en fuegos ajenos. Pero, por ironía, a todos nos gusta el placer de morir: fumar, beber, amar. Nos gusta la muerte lenta y dolorosa.
 
Después de tantas verdades envueltas en una broma, o de las tantas mentiras que escuchamos cuando la mirada del otro intentaba apagar las luces de su habitación y dormir todo un septiembre, hasta que la tranquilidad llegase a ese corazón que tan dañado estaba tras la devastación.

¿Pero, cariño, acaso nosotros no estábamos tan dañados después de todo? ¿Cuánto daño nos hizo septiembre? Las heridas eran evidentes, aunque las intentáramos maquillar con una sonrisa que nada sabía de ser feliz.

A día de hoy no he encontrado un concepto que nos defina como merecemos, y he llegado a la conclusión que a algunas historias el final les queda demasiado corto para la altura de las páginas anteriores. Y todas las líneas que subrayamos con ánimos de no olvidarlas jamás, porque eran lo más parecido a nosotros.

Dicen que para cada historia hay un final, aunque a veces no es digno.

Te quiero, y no es excusa. No me estoy excusando de mis errores, ni de mis tropiezos. Te quiero, y lo sientes. Aunque ahora seamos desconocidos que se piensan cuando están a solas. E intentan apartar la mirada cuando se topan accidentalmente por la calle. Pero que sonríen cuando en la radio suena su canción y que por las noches comparten lágrimas con almohadas diferentes. 

Ojalá hubiésemos volteado a vernos en nuestra despedida. Ojalá una despedida sólo significase dejar ir, y no irse uno también. Y quedarse, después de todo, sin nada.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Eclipse


He tropezado contigo en muchas canciones. Siempre que te veo me pregunto, ¿y esa chica por qué está tan triste? Y luego me acerco a ti y te abrazo, y te me quedas viendo raro, claro, porque soy un total y absoluto desconocido. Entonces te dejas llevar por el momento. Cierras los ojos. Suspiras. Y exhalas todas las cosas podridas de adentro. Y me regalas una media sonrisa sobre mi hombro. Y el mundo, de repente, quiere ser mi hombro. Me siento mundo. Me das las gracias. No tienes por qué, te repito. Y después te doy las gracias a ti, por ser lugar, por ser hogar, por ser el rincón donde me siento seguro del mundo. Suenas como una canción de Amy. Tan triste. Tan detonadora. Tan sentimental. Y comienzas a bailar mientras te pones las estrellas en las pupilas, porque se te han caído hace mucho tiempo. Y tus ojos parecen llevar dentro todas las noches en las que nos perdimos hasta colapsar, uno con el otro. “Nosotros”, late en mi mente. “Nosotros ahora somos un eclipse que tardará una vida”.

Caídas


A veces retrocedemos. Escapamos. Huimos de nuevo hacia el ayer, porque dejamos pendientes varios abrazos que dar, o es que quizás nos estamos precipitando a ser vacíos, sin más. A ser el hueco que alguien hizo cuando nos disparó y no supimos detener la bala sino quedándonos muy quietos, esperando la herida. Pienso que la mayor parte de nuestra vida nos la hemos pasado persiguiendo un ojalá que no es nuestro. Y quizá por eso es que nos rompemos cuando reímos, cuando anochece, cuando ya nadie queda para decirle lo jodida que es la vida. Porque, a veces, sólo hace falta que alguien esté cuando el mundo se ha apagado por completo y solamente queda la sensación de que somos algo que nadie quiere sentir. Y que luego nadie vendrá a curarnos la mirada de tanta tristeza que abrazamos desde las raíces, porque, a mí, para ser exacto, una noche alguien me hizo temblar tanto que no pude evitar que mis cimientos quedaran agrietados. Y ahora soy un ir y venir constante en una ciudad que no sabe de afecto, ni en lo más mínimo de la palabra. Porque se han acostumbrado demasiado a estar solos, y no digo que esto sea malo, pero es que llega un punto en nuestra vida en el que nos cansamos de convivir siempre con nosotros mismos y queremos que alguien más venga a compartir con nosotros el lado salvaje de experimentar cosas nuevas. Porque muchas veces tendrás que caer, y esa caída solamente significará alguien. Y también para ese alguien podrías significar su mayor caída.