Me diste mil razones para huir y ninguna para quedarme.
Sigo buscando aquel atardecer que me robaste y el cual nunca más volvió a reflejarse en mi vida. Si tuviese la oportunidad de elegir, te elegiría por encima de toda esta catástrofe, a pesar de saber de manera anticipada que serás una herida que, con el tiempo, se convertirá en esa costra que me quitaré para que nunca sane. Así de dañino soy conmigo mismo. Me enfermo a los únicos y escasos momentos que sufro de felicidad. Con la poesía me pasa lo que el cocainómano con la droga. Por eso busco personas dañinas que, como yo, prefieren una historia con cicatrices, que una tan intacta que cualquier suspiro pueda romper. Por eso me enamoro de tormentas. Por eso me enamoré de ti.
Puede haber mil millas entre nosotros, pero en algún campo electromagnético, nuestras almas se atraen hasta que dos mundos colapsan. Así es la vida, a veces: basta un poco de magnetismo para que dos, así sean totalmente diferentes y opuestos, se atraigan como dos imanes potentes e inmensos. Sin distancias que los imposibilite.
Eras una lady in black, dispuesta a correrte en el mundo,
a diseñar un corazón a prueba de cobardes,
a querer que todos los matices hablaran de tu mirada,
que todos los contrastes tuviesen un lugar en tu tan desolada alma.
De todos mis errores, tú serías mi sentencia fatal, mi condena que me llevaría a la tumba y la historia de la que me la pasaría hablando el resto de mi vida conmigo mismo.
Yo antes de ti, sabía que quería encontrar un vicio mortal que me sonriera bonito.
Después de ti, sé que no hay nada ni a nadie a quién buscar, porque contigo encontré lo que jamás encontraré en otro vicio que me lleve directo a la muerte, desde el primer escalón de esta escalera de penitencia que es la vida.
«De vez en cuando se agradece seguirle la corriente a la razón», me aconsejan. Luego les enseño una fotografía tuya y queman toda palabra dicha.
Sigue adelante con tu vida, pero, por favor, no te enamores de alguien como yo. No te hagas ese daño.
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