domingo, 4 de diciembre de 2016

Espejos

Ver un amanecer a orillas del mar, así era verla a ella al otro lado de la cama. Con su inevitable belleza, su innegable magia y su irremediable locura.

Tenía las medidas del infinito y la mirada de un atardecer. Es que, ella, era un conjunto de todos esos eventos inesperados que te suceden y que basta que te pasen una sola vez para dejarte los folios en blanco.

Joder, la quise.

La quise como se quiere lo que un día terminará haciéndote daño, lo que con el tiempo supuestamente sanará, con lo que tienes que enfrentar tu vida una vez que te ha cerrado los ojos para que lo vidente no duela.

Me hizo cerrarme. Me convirtió en una quimera que, a día de hoy, nadie ha sabido cómo abrir de nuevo. Me fue empujando hacia sus límites hasta que, estando frente al abismo, un suspiró fue lo que me sometió a la oscuridad.

En la caída tuve dos opciones: coserme las alas o conocerla a fondo.

Terminé con los huesos rotos y un sinnúmero de fracturas en las costillas. Encendí una vela y me encaminé hacia sus profundidades; a medida que me acercaba, más oscuro resultaba.

Me encontré entonces con una infinidad de espejos, de diferentes tamaños y colores. En cada uno de ellos se reflejaba ella, pero uno, sin duda, fue el que llamó toda mi atención.
Tenía alrededor de 17 o 18 años. Ella lucía un vestido azul marino con peces que le daban vuelta a toda la cintura. Su mirada lucía caóticamente infernal, perdida en el fin, afinando los destrozos que ocasionó aquella vez que le dijeron “no vales nada”, “qué rara eres”, “eres un cero a la izquierda”. Sus brazos eran una cascada rojo oscuro, su piel estaba grietada. Subió dos escalones y la cuerda acarició su cuello.

—¿Estás ahí?
Suspiró en la negrura espesa de la noche, casi se podía tocar lo intangible: el miedo, la angustia, la desesperación.

—Nunca me he ido. —Susurró una voz.

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