miércoles, 6 de mayo de 2015

Algo para dos

Pues sí, chicos. A veces me pasa. 

Pasa que me encierro tanto en mí que, quien toca varias veces la puerta, tiene que marcharse sin respuesta alguna. Como si no hubiese ningún inquilino, como si no estuviese alquilando habitación para dos, porque a veces me queda demasiada grande la soledad, y tengo que hablarle a las paredes, tengo que comer en una mesa que representa el vacío intermitente que provoca mi manera de aferrarme a las cosas. Tengo que reírme con las comedias americanas, y así intentar disimular un poquito mi tristeza. A veces trato la manera de engañarme a mí mismo, diciendo que las personas a las que he querido no están porque así es esto: un día estás, al otro, ya no. Y no es que sea tu culpa, si no más bien: uno tiene que andar en otros vagones de la vida: acompañando a otras personas, viendo amanecer en otros ojos y escuchando el rechinido que provoca la felicidad cuando entra por donde menos lo pensamos. 

Daño, joder. Tengo en las manos la destrucción del que teme ser amando en el corazón incorrecto, soy ese pequeño miedo que esconden los enamorados por si alguno de los dos decide tirar la toalla primero.

Pero ya está. No todo en la vida tiene que ser de colores, yo ya me he acomodado en los opacos, en los grises. Me encanta el sonido de la lluvia cuando cae sobre el asfalto, las risas de los niños que salen a jugar a la calle y me veo reflejado en ellos, donde años atrás, todo se resumía en ver y sentir la lluvia en mi piel, que en ese entonces aún me calaba. En sentir cómo besa el cielo a los que no les ha ido muy bien en el camino, a los que ya no lloran porque han olvidado cómo dejar de sonreír, a los que el resto los ha tirado muchas veces y han sido víctimas de un acoso que parece no cesar.

No soy tanto de decirle a la gente que se quede, soy más de abrazar mientras está: porque sé que las palabras se convierten en un cúmulo de basura, mientras que las pequeñas cosas se tatúan en la piel, desde dentro. Que ni siquiera la tormenta más fuerte puede borrar.

Ahora entiendo aquello de que cuando uno está solo comienza a valorar las cosas que uno tuvo tan cerca, que se podía escuchar cómo el corazón bombeaba sangre, cómo los pulmones escogían qué suspiro regalar al mundo. O a una sola persona. Qué bonito es recordar cuando uno fue feliz, los lugares donde uno amó la vida y las personas con quien compartimos risa, pero también es jodidamente doloroso entender que los momentos y las personas son como las estrellas fugaces: que pasan una sola vez rozando el infinito. Y luego tienes que soportar por el resto de tus días la amargura de caminar en la dirección donde soñaste algo para dos.

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