Entonces un día se dieron cuenta que ya no eran el uno para el otro.
Que ya a otro le escribían mensajes, que ya a otro le caían las llamadas
de madrugada cuando el mundo era un lugar sombrío e inhabitable.
Inhabitable… Como el recuerdo. Como el corazón. Como cuando vas a un
lugar donde has sido feliz y al regresar te das cuenta de que siempre
estuviste solo, que quienes te acompañaron anteriormente, solamente
fueron los fantasmas de tus miedos. El miedo de quedarte solo y de no
tener a nadie que te recordara con una sonrisa. Y, luego, terminó
pasando: se escucharon los cristales rotos como si hubiesen caído desde
una cascada utópica y eterna. ¿No les pasa que a veces sienten que se la
han vivido en una constante rotura de sentimientos? Y que nadie podrá
arreglarlos.
Refugio. Eso les faltó. Un lugar adonde ir cuando no
se tuvieran el uno al otro, al cual regresar siempre en busca tan
siquiera de un abrazo a mitad de una canción que les rompiera lo que aún
se mantenía en pie. Que les oprimiera el miedo de perderse en un
laberinto lleno de inseguridades. No sé, quizás a veces uno busca un
fuego que derrita nuestros glaciares y los convierta en un mar hermoso
al cual ver con los ojos llenos de puestas de sol bonitas. Porque no
todo lo bonito tiene que ser triste. Imagínate estar en una playa,
sentado junto a ese alguien sobre la arena, mirando cómo el sol se
oculta tras el mar. Como si fuese una estación a la que todavía no la
han descubierto. Y se encuentra en sus pestañas.
Y yo entendí
aquella tarde que, algunos amores, por mucho tiempo y polvo que pase
sobre ellos, jamás se derriten. O son hielo. O son fuego. Pero ambos
queman por igual.
Tú no decides ni el día ni la hora. Cuando vienes a darte cuenta, ya estás ardiendo. Quemándote mientras no dejas de sonreír.