Había
una vez una chica tan rota
que
la vida la llevaba a cuestas
y el
mundo le pesaba en los hombros.
Su
espalda era un continente en ruinas
al
que nadie habría olvidado
si lo
hubiesen descubierto.
Érase
una vez, una chica que era estrella
y
vivía en una constante e indestructible oscuridad,
olvidó
que para brillar la necesitaba.
De
noche se convertía en un cometa.
Pasó
el tiempo,
las
heridas pasaron a ser parte de sus ojeras
y sus
insomnios pertenecieron a alguien.
Alguien
que la seguía mirando cuando dormía,
quien
reposaba la cabeza sobre su pecho
para
darse cuenta que incluso los latidos
sonaban
a
canción
triste.
Era
una chica en ruinas,
era
calma y tempestad,
blues
y rock and roll,
invierno
y primavera,
risa
y lágrima,
herida
y antídoto.
Una
madrugada, cuando todos dormían,
escribía
mientras lloraba mares
y la
cabeza se le quedaba afónica.
Qué difícil es gritar desde un lugar donde
nadie puede oírte.
Ni salvarte.
De ti mismo.
Sus
fantasmas salían cuando lo que menos buscaba
era
recordar
y es
donde los monstruos del pasado tenían nombre y lugar.
Tenía
una lucha latente
para
que el ayer fuese
una
página fácil de quemar.
Y un día
fue ella quien ardió.
Y la oscuridad tembló
por primera vez.