jueves, 24 de marzo de 2016

San Francisco

Imagínate. He vivido todas las guerras a tu lado: las he peleado, las he perdido, y siempre estuviste ahí para darme un abrazo para componerme de nuevo la sonrisa y los pedazos rotos del suelo. Te digo ven y lo dejas todo por mí. Te tumbas conmigo en el suelo cuando caigo, y te acurrucas por mi espalda para darme un beso de buenas noches. San Francisco lo supo, supo de nuestro, cariño. Y de todas y cada una de las veces que trasnochamos con la felicidad de la mano y al tiempo le rompíamos las rodillas para después salir corriendo, en busca de aquel atardecer que tanto te gustó desde un principio.

Encontré a quien buscaba con tanta necesidad a punto de saltar del Golden Gate, mientras no paraba de mirar al vacío como una loca. Y de lo último no me quedó la menor sospecha de que lo estaba. Aquella noche no fueron las estrellas las que brillaron, sino ella. Era demasiado ella, demasiado triste a veces y exageradamente feliz otras veces. Las chicas rotas brillan por las noches. Ojalá algún día tengas la oportunidad de encontrarte con una chica  así, para que puedas comprobar tú también que la tristeza que radica en unos ojos puede superar a cualquier luna de Mercurio.

Tenía voz de canción y mirada de película. Podía domar cualquier león y también podía despertar ese mar violento que llevas dentro.

Es ese lugar en el que uno puede ser feliz sin mucho, aunque la mirada la dirigiese al punto infinito de la nada. 

Tenía mil metáforas que explicarle al mundo, 
mil insomnios que sufrir junto a alguien, 
mil secretos que guardar hasta la tumba, 
mil sonrisas que desempolvar, 
mil lágrimas que derramar hasta vaciar el mar interno, 
mil recuerdos,
mil sonrisas,
mil escalofríos,
mil inviernos
que guardar en el cajón.

Insoportablemente perfecta, 
imperectamente feliz, 
jodidamente loca, 
exageradamente ella.

Es hermosa con sus espinas.
Y yo las tengo clavadas en todo el cuerpo.

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