Siento que han pasado entre nosotros un millón de años. Que más que
ver si estoy haciendo lo correcto o no, veo cada una de las estrellas
como posibles tropiezos en mi vida. Me lo dijiste un día, mientras
estabas leyendo tu libro favorito, que el mal también termina de venir. Y
que si no estaba preparado para enfrentarlo, él sería quien me
convertiría en una especie rara de cosas sin sentido.
Perdona,
tengo que coger un poco de aliento antes de continuar escribiendo,
siento que mi pecho está por estallar al recordar cuando estabas a mi
lado, compartiendo tu sonrisa que opacaba al resto y provocaba volverse
loco por ella.
Las risas de mis vecinos se escuchan como alguna
película de Hollywood, en donde la Navidad ha llegado y con ella llegan
también los amigos, las posadas; los familiares que te preguntar si ya
tienes novio o novia, o el porqué de tu corte de pelo o el madura, ya no
eres joven de tus padres. Pero nadie sabe que la respuesta a esas
preguntas te las ha dado el mismo año que ellos nombran el mejor de
todos.
Esta fecha es colores, luces, fuegos artificiales, pero
cierta gente se viste a oscuras por dentro. Para que nadie la vea, para
brillar junto con los que ya se fueron, decirles bajito al oído que ha
sido un año duro, pero que no piensas rendirte. Jamás. O mientras te
duren las fuerzas… o los motivos para seguir intentándolo.
Ya van
dos, o quizás trescientas veces en las que me he equivocado de bando y
que la casualidad más bonita fue haber sonreído al mismo tiempo con
alguien. Comprobar que algunas cosas te dejan con las alas bien fuertes y
resistentes al cambio de clima.
Igual hoy no, esta Navidad toca
pasarla a solas. A solas, porque para algunos, celebrarla con los
fantasmas de los que un día estuvieron es cosa de locos.
No sé quién da más miedo: si compartir con fantasmas o compartir con gente que está muerta.
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