viernes, 23 de octubre de 2015

3:53 a.m.


Son las 3:53 de una madrugada cualquiera. Hoy, hace cuatro lunas, que te has ido. Inhalo y expiro, y siento que has caminado tan profundo, que utilizas mis venas como carretera para seguir viajando a kilómetros de mí, aunque yo sea una de esas que no tienen un destino final. Soy el punto de partida que jamás supo ser final.

Sufro de parálisis de sueño, porque un miedo desemboca a otro, y a otro, y así sucesivamente hasta que llega a tu ausencia. ¿Quién me dice que una ausencia no puede ser la base de un sentimiento concreto del que llegas a temer? A huir, porque estás cansado de llevar tantos vacíos en tu espalda, que el dolor ni siquiera te deja dormir.

Las 3:43 de una madrugada en la que mi corazón golpea tan fuerte mi pecho, que ahuyenta a los fantasmas que aún habitan aquí. Me fui aferrando a una idea, me sujeté fuerte de un fantasma, y ahora lo único de lo que puedo agarrarme es de lo que jamás será.

Te echo tantísimos inviernos de menos. El frío comienza a edificarse y yo comienzo a plantearme el porqué de las circunstancias, sin llegar a ninguna conclusión.

Nadie, excepto tú, sabe lo que es irse encerrando en sí mismo y un día querer escapar, y no poder hacerlo. Porque con eso nos vamos acorralando, nos vamos volviendo más miedo, que ganas.

Salir.

Respirar.

Mirar el azul bonito del cielo e imaginar nadar en él tal cual fuese el océano. Y no dejar nunca más que nos golpeen las olas, ni los recuerdos, ni las ausencias. 

Llegar a un lugar huyendo de otro, eso no es huir: es llegar al mismo sitio, pero con diferentes vistas. Con el mismo peso en los hombros, con el mismo fuego en las entrañas.
 
¿Desde cuándo empezaron las madrugadas a ser tan duras conmigo? Supongo que desde que comencé a echarte de menos.

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