Me
salva siempre que vuelve, he perdido la cuenta de las veces que se ha ido. Y
siempre vuelve con su sonrisa a quemarropa, con sus labios cansados y sus pies
gastados de tanto caminar en una dirección que sabía que no la iba a llevar a
ningún lado. Por eso es que la quise, porque lo intentaba aunque supiese de
antemano que gastaría todas sus lágrimas en algo que perdería sin haberlo
tenido. No quiero que me busques ni que
me encuentres, me decía. Sólo quiero
perder. Perderme en el mundo, sacar a bailar a los leones que me han clavado
sus colmillos en mis puntos débiles. Siempre que abría los brazos parecía
un avión a punto de estrellarse contra
la pista de aterrizaje. Su corazón rugía como un concierto y amaba como las
ochenta mil voces cantando al unísono la misma canción. Sólo quiero ser valiente una vez en la vida, hermosa como la nieve y
libre como el aire, y la nostalgia se le escapaba por la boca. A veces la veía mirar el cielo tratando de
encontrar una de las tantas razones que perdió cuando tropezó accidentalmente
conmigo. Así es, lo nuestro fue un accidente, ninguna casualidad nos advirtió de
los efectos colaterales que surgirían a raíz de no haber pasado de largo. Porque
nos quedamos. Nos miramos a los ojos sin cruzar palabra. A veces sonreíamos. A
veces el silencio era quien sonaba de fondo. El abrazo fue la segunda palabra
que se escribió en la página en blanco tras la caída. Ojalá las historias
terminaran tan bien como empiezan algunos principios. Y me pregunto, ¿será que
a veces tenemos que caer, no para tomar impulso, sino para amar lo que se
encuentra en el fondo? Y la respuesta a esta pregunta hace mucho que me sonríe.
Hay interrogativas que vale la pena encontrarles un sentido fuera de lo común,
porque son extraterrenales.
Todos
los ríos desembocan en un mismo lugar. Y ella suena como el mar. Si supieses lo
bonito que suena. Joder, pensarías que estoy loco, pero chicas como ella no se
encuentran una vez en la vida. A veces, ni una sola vez.
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