lunes, 26 de octubre de 2015

Erase una vez, un abismo


Todo explotó aquel día.
Yo cerré los ojos.

Entonces... mis rodillas me resultaban tan débiles, que se me hacía imposible mantenerme de pie.

Sólo me hundí en el abismo, ni siquiera trate de no caer, era como si algo desde dentro me llamase con urgencia. Sentía mucha angustia en el pecho, pero mucha calma, también. Como si supiese adónde iría.

Hubo un frío capaz de calentar hasta el sentimiento del invierno.

Miré a los lados y me encontré a mí mismo tomado de la mano con los recuerdos, con todo lo que había dejado marcada mi vida en el transcurso del tiempo.

Sonreí.
Sonreí como puede hacerlo alguien que lo ha perdido todo, y a cambio no ha recibido nada, excepto más heridas de las que ya le sangraban en el alma.

“Perdoname por haberte roto el corazón”, me dice ahora la razón entristecida.

Porque ella sabía que lo correcto era no dejarlos marchar, quedarme para siempre a su lado, compartiendo los atardeceres más tristes y preciosos del año. Dormir hasta la mañana siguiente de una noche de lluvia.

Una vez me preguntaron cuánto tiempo llevaba tirado en el abismo. Miré al rededor, y un escalofrío me hizo reaccionar, sentí que más de la mitad de mi vida lo había estado —por el hueco que sentía en el pecho, por el frío que me invadía las manos y los pies, por la mirada entristecida que se sumergía en el lago de los recuerdos—. E intenté recordar en qué abrazó dejé de volar, y quién me habría cortado las alas para caer a tal abismo.
Y lo más triste fue saber que quien lo había hecho,
había sido yo.
Y desde entonces, se cierne sobre mí, esta oscura nube negra.

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