lunes, 7 de diciembre de 2015

Las despedidas marchitan sonrisas

Las despedidas marchitan sonrisas.

Sin venir a cuento, cuánto nos deja alguien cuando se va. A veces poco. A veces mucho. A veces suficiente. Pero jamás nos deja nada. Siempre hay algo que nos hace recordarlo: quizás un aroma en otra persona, una frase leída en un libro, un verso de una canción que ya nadie escucha pero que todos aman. También están aquellos que nos recuerdan a las estaciones del año, porque fueron en su momento una de ellas en nosotros. 

Y ojalá las cosas no fuesen tan tristes después de su partida, pero cómo si es inevitable que haya un cambio climático en nuestra vida después de tremendos huracanes que vivimos en nuestra piel constantemente. 

Inevitable como el golpe tras la caída, 
como la herida tras haberse aferrado a un amor incomprensible,
pero que jamás se lamentaría de haberlo intentado. 

Un recuerdo es algo suicida, pienso. Algo que no mata, pero consume. Poco a poco. Como el veneno más letal. Como las cosas que duelen muchísimo. Como un adiós que no se termina de lanzar al viento porque nada ni nadie podrá llevarse el último beso o abrazo. Es como si en el último instante todas las fuerzas existentes en nuestro cuerpo se enfocaran en no soltar. Porque soltar siempre duele, más si quien está a punto de irse es con quien has pasado tus inviernos más fríos y solitarios. Y duele mucho más mirarse los brazos y ver que lo único que queda es un hueco donde encaja a perfección alguien. Alguien que jamás volverá a estar dentro, como en casa, como un hogar.

Créeme, hay personas que nos duelen tanto que es técnicamente imposible no romperse cuando las ves al otro lado de la calle y te desconocen. Y tú les sonríes nerviosa e indiscretamente. Hay cosas que nos consumen como el esperar algo por lo que no hemos luchado.

Las cosas no son para siempre,
las personas sí que lo son. 
¿O si no, dime el día en que has matado a alguien del todo de tu vida? Sólo es el deseo de olvidar, pero mientras más tratas de borrar, más se incrustan a ti todas las conversaciones telefónicas, todos los mensajes de texto, o todos esos borradores que no te atreviste a envidar, yo qué sé, quizá por miedo o quizá por cobardía. Al final es lo mismo.

Podremos conocer miles de personas a lo largo del camino, pero jamás llegaremos a conocer dos veces a la misma persona. Porque ella ya se habrá marchado para siempre y nosotros empezamos a marchitarnos desde entonces.

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