domingo, 3 de abril de 2016

El día que me cerraste la puerta

Olvídame. Tres otoños hacen ya que no soy el invierno en el que te rompes anhelando volver a donde reíste. Porque uno es donde es feliz con poco y no es conformismo. Hay una gran y absurda diferencia entre disfrutar lo que tienes en el ahora y estar triste con lo que aún no ha llegado. 

Antes era la estación que esperaba por ti y tú eras ese tren que no se detenía. Que seguía su camino sin mirar atrás. Llegaba una multitud y yo envejecía a medida que tú corrías no sé cuántos kilómetros por hora en la vía incorrecta. O a lo mejor fuimos nosotros los equivocados. Nos equivocamos de idealización, de conceptualización y de amor.

Qué frío hace en mis manos desde que dejaste de agarrarlas.
Qué otoño hace en el corazón.
Ya le he dicho yo que deje de romperse, pero me dice que tú no eres cualquiera.
Dejaré que cicatrice tu recuerdo, tu herida y me echaré saliva en mis clavículas.
Mis ojeras seguirán siendo tuyas, aunque niegue cuando me preguntan si te echo de menos.  

Yo te necesito, no importa si algún día llegarás a leer esto. O te necesité, por si lo lees demasiado tarde.

El tiempo no va de prisa, tú sí que ibas rumbo a un final catastrófico. Fuiste a quien le gustó vivir al límite de la locura, rozando el firmamento con los labios que sabían a miel. Con razón ahora las nubes tienen su forma y quiero besarlas.

Bórrame. Hace tiempo que no soy a quien retratas en tus mejores pesadillas ni a quien buscas cuando el café está frío y la vida sabe fatal.

El sol sale cada mañana por el Este de tu mirada, aunque el Norte lo pierdes en cualquier bar en septiembre.

No quiero arrastrarme hasta llegar a ponerte flores. No quiero regarte más. Ni quiero ponerte el sol. Ni que estés sobre mi ventana. Ya no quiero quemar margaritas porque siempre me recuerdan que tú no me quieres.

Vale, adiós. Y te recuerdo, por si te topas con este desorden de letras, que el día que me cerraste la puerta, una herida en mí floreció.

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