domingo, 10 de abril de 2016

En el medio de dos caminos

El sótano que compartíamos era aquel donde construimos la vida, donde la vimos reír y donde yo la vi reír a ella tan fuerte que se olvidó que en alguna vida pasada lloró tanto que sus lagrimales terminaron estallando. Y me mira de reojo mientras lee su libro favorito y yo le sonrío desde el otro lado de la soledad. "Ojalá no me deje compartiendo esta clase rara de frío", me digo a mí mismo. Y entonces la veo venir como aquella utopía que te terminará carcomiendo los huesos... y la vida. Como aquella clase de invierno que parece nunca terminar. Y entonces empieza a llover fuera, por alguna rara razón, siento que dentro jamás ha parado de llover. Como si llevase toda la vida mojado cuando jamás he parado de esperarla. Porque algunas cosas, en este caso, personas, jamás se dejan de esperar incluso cuando ya te has rendido a que lleguen. Si algo ha de dolernos, me repito mientras atardece, son las ganas usadas. Y no aquellas que jamás llegan a sacarse por miedo a que nos rompan o que nos dejen una herida tan grande que sea incapaz de sanar del todo.

A veces la vida te pone frente a dos caminos muy diferentes. Opuestos. Y ahí estaba yo: viéndola partir. En el medio. Tan cerca y a la vez a una distancia abrumadora. Rompiéndome. Pensando en cuál camino caminar. Por un lado, seguirla y echarme de menos. Por el otro, caminar por el solitario y echarla de menos. Y comencé a caminar sin siquiera mirar atrás ni mirar a los lados, ardiendo a cada paso que daba hasta convertirme en un incendio sentimental. Desde entonces, mis manos tienen esa necesidad de enredarse con las de ella.

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