viernes, 20 de febrero de 2015

Soñaba con ser una sirena

Tenía muchas pecas en la espalda, ella parecía la noche y ellas, sus estrellas. Me imagino que por eso me gustaba tanto soñar junto a ella, eran las horas más mágicas de mi vida: verla dormir era algo así como un poeta siendo inspirado por su musa. La veía tranquila y, joder, era igual de preciosa que verla loca durante el día. En alta mar bailaba y soñaba con ser una sirena. Quería ser la reina del mundo acuático. Sin embargo, dudo tanto que nunca se dio cuenta que en mi mundo lo era, reinaba en mí. Nunca le puse detrás de "amor" el "mi", porque no hay nada más bonito que brindarle toda su libertad a alguien. Si quiere quedarse, que se quede; si quiere irse, que se vaya. Nunca estuvo en mis planes que se quedara, porque sabía que las personas no pertenecen a ningún lugar, tienen almas viajeras. Simplemente llega un punto en el que es necesario marcharse, tanto para no herir a la otra persona, ni para herirse a sí mismas. Pasa que la gente cuando está atada a donde no quiere estar, comienza el terrible proceso de verla apagarse. Y yo no quería eso. Quería verla con toda su luz, brillando como el sol en pleno verano. Por supuesto, me dolió verla partir, pero me hubiese dolido más verla apagarse ante mis ojos. No quería atarla a mí, quería que fuese libre. Que volara alto y en otros cielos, que viese vistas de otros atardeceres, que se prendiera un cigarro cuando estuviese triste, que nunca le faltase el "voy a intentarlo" en la boca. Recuerdo, era una tarde de agosto, las hojas caían de los árboles, el otoño parecía haber llegado con maletas. Le pedí algo aquella tarde: "Nunca me pidas que me vaya", por eso ella decidió irse primero.

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