Nada en el mar como una sirena
y se tapa los ojos cuando tiene miedo,
va y viene en un centello,
porque la tormenta la lleva
o mejor dicho:
la ha llevado siempre
en las pupilas,
es cuestión de acercarse
y verle llover.
De sentir el frío que supone
quedarse a ver cómo nieva
desde
la cima
de su cabeza.
Es la abeja reina que tanto buscan
para matarla,
para que calle el secreto
que carga en la sonrisa
y el motivo por el que dejó
a todos los pájaros libres,
porque ella sabe lo jodido que es
vivir en una jaula,
ella más que nadie sabe lo que es
sentirse
encarcelada,
que te aten de alas y pies.
Ella ha buscado los siete diamantes
dentro de aquellos ojos
que tanto la vieron desaparecer
en una milésima de segundo
y luego aparecer radiante
como los primeros rayos del sol
después de varios días grises.
Es la chica por la que dejas partir trenes
una
y otra
y otra
y otra vez
por quedarte un rato más en su infierno.
Verla quemarse,
hacerse cenizas
y ver cómo se la lleva el viento.
Es la chica por la que te paras a escucharla,
y no a oírla;
a mirarla,
y no a verla.
Porque con ella comprendes que
no es lo mismo un invierno con ella,
que mil inviernos sin ella.
Porque ella lo entrega todo
cuando tú ni siquiera se lo estás pidiendo;
es la que lo hace,
aunque tú no se lo digas;
es la que te ama
aunque tú no la ames.
Sabe de antemano que eso
la llevará de regreso a sus ruinas,
a la cueva de lobos
y a las quinientas noches de parpadeo a media luz
mientras un recuerdo se le cruza por la vista.
Es la que se entrega en tus brazos
y se deja partir su corazón en dos
para que siempre
siempre tengas algo de ella en ti
y lata, que siempre viva,
y que no se apague como la noche.
Porque lo que ella quiere es que la lleves a donde vayas
y la recuerdes como aquella chica que,
siendo desastre,
te puso al mundo a tus pies.
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