miércoles, 30 de septiembre de 2015

Arquitecto de vidas, un desastre

Era una noche de septiembre cuando la abracé por primera vez y me dijo que ésa había sido la primera vez que sonreía en público, y me sentí el chico más afortunado de la ciudad. Verle con esa felicidad que solamente alguien que jamás supo sonreír en el pasado puede conseguir, verle con ese brillo en los ojos como si fuesen estrellas que están a punto de partir del firmamento. "Ojalá, algún día, me lleves a tocar ese infinito", me decía. Y la llevé a tocar el cielo de las ilusiones que tienen una base de concreto, es decir, que son sostenibles y duraderas. Pero nunca supe decirle o aclararle a su debido tiempo que mis cimientos eran demasiado débiles como para construir algo conmigo. Que siempre he sido un chico demasiado inestable y que mi vida la llevo con correa mientras la saco a pasear. Que, a lo mejor, la tristeza no dura tanto como para tener los ojos tan tristes hasta el anochecer, que hay que saber salir a tiempo de ciertos precipicios, que está bien tener vacíos que jamás nadie pueda sustituir. Y, entonces, ella ya había hecho en mí un enorme y aterrador vacío.

Quizás nunca supe hablarle bien sobre las promesas de cualquier arquitecto de vidas, porque jamás sentí esa necesidad de querer que alguien viniese a arreglar lo que duele, a sanar lo que sangra, ni a eternizar la risa. A lo mejor me gustar ser un chico triste, a lo mejor me gusta andar por la vida pensando en esos ojalás que se quedaron en el olvido, a lo mejor me gusta romperme llorando mientras escucho mi canción favorita, a lo mejor me gusta contar estrellas como si intentase recordar cuántas personas me han hecho daño mientras sonreía, a lo mejor soy más un chico de conclusiones y metáforas, a lo mejor es que me dueles tanto que pretendo hablarles a los demás de lo bonita que era la vida a tu lado, e intento guardarme para mí lo insignificantes que son los atardeceres desde que no los comparto contigo.

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