Siento
que algo se nos está saliendo de las manos, y presiento que es alguien. Alguien
a quien nos hemos aferrado a lo largo del camino, en el que hemos echado gran
parte de nuestras raíces y donde hemos construido un hogar, bueno, el concepto
o nuestra idea de uno.
Pero
quién no querría tirarse al mar lleno de tiburones, para que ese salvavidas
llegase a rescatarnos, no de lo marítimo, sino de nuestros pensamientos, porque
si algo he de rescatar, es que quien vale la pena intentará lo imposible para
sacarte de esa habitación oscura, en la que te has aterrado conversando con el
que fuiste.
Y
la noche es más noche, la oscuridad es más oscuridad, y el sol no brilla tanto,
desde aquella vez que descubrimos quiénes somos y lo que estamos dispuestos a
hacer para construir la felicidad, no buscarla, sino edificarla desde nuestros
cimientos –que tambalean siempre que alguien nos abraza fuerte-.
Tal
parece que todo se resume en buscar, intentar buscar, pararte, salir al
asfalto y quemarte los pies, pero es que nadie te enseña a caminar con tantas ausencias, con tantos
“te echo de menos”, con tantas necesidades que busca el alma cesar, con tantos
“quédate, voy a derrumbarme pronto” que nadie escuchó, con tantos vacíos.
Joder, chicos, es que nadie nos
enseña a ser nosotros. Sin que duela.
Después
de haber encontrado, observado y analizado los futuros motivos de mis noches en
vela, he llegado a la conclusión de que ciertas cosas no valen tanto como para llorar
por ellas, porque si algo ha de venir, vendrá alguna tarde de invierno para ahuyentar
el frío y quedarse muy cerca de nuestro lado favorito de la cama, abrazándonos,
mientras allá, afuera, no para de llover. Y nosotros, no paramos de soñar
despiertos. Y
nuestras manos no paran de encontrarse debajo de las sábanas.
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