miércoles, 25 de marzo de 2015

Un triste frío verano

Comencé a escribir desde que algo comenzó a dolerme. Es decir, desde que tengo uso de memoria, cada una de mis cicatrices representa una victoria, porque si algo sé, es que la vida, por muchas vueltas que dé, siempre te lleva al mismo sitio en más de alguna ocasión. Eres tú quien decide si bajar o seguir bailando mientras gira. Y yo, aunque han sido muchas veces en las que he querido tener a la mano el botón de apague, sigo pisándole los pies al mundo con este bucle de melancolía.

He sido un guerrero, pero también el enemigo. 
He ganado guerras, algunas las he perdido ante una sonrisa.
He sido campeón llorando, y me han derrotado sin dejar de sonreír. 
He gastado mis siete vidas cometiendo el mismo error. O amando al mismo amor.
He sido amigo, también el peor traidor.
He sangrado por las grietas de este cuerpo roto e inestable.  Inhabitable.
He sufrido insomnio por gente a la que le sigue dando igual tenerme o perderme. 
He sido la víctima, pero también he sido el criminal.

Soy el gato negro al que la mayoría teme un viernes 13, el monstruo bajo la cama que hace temblar de miedo a los niños por las noches, el lobo que se convirtió en mitología cuando hubo una luna llena que le dolió hasta los huesos.

Y tuve que huir.

Dejé mi hogar, dejé empacadas a muchas personas para no herirlas con mis garras. Dudo tanto que también empaqué mis sentimientos, me convertí en lo que odié de niño, pero con el tiempo uno se va dando cuenta que es obligatorio ser fuerte. Que esto es un juego a muerte, y que sólo lo gana quien tiene más resistencia. O la mejor estrategia.

Un triste frío verano. Eso soy.
Tuve entre mis manos el desierto que se me escapó entre los dedos;
en mis ojos, el mar que por fin supe derramar aquel abril donde finalmente aprendí a perdonarme. Supe que por estar recordando tantas cosas, me estaba olvidando de lo importante: de mí.

Comencé a recitarme yo mismo todo lo que la vida me arrebató,
prendí velas a todo lo que echaré de menos hasta el último segundo de mi existencia.
Ojalá alguien me quitase las ganas de dormir, el aliento y la vida con un beso, 
que me quitara el chaleco antibalas por voluntad propia, dispuesto a morir en manos del amor. Esperando la bala, pero que ojalá no jale nunca el gatillo.

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