martes, 30 de junio de 2015

Ático

Subiría hasta el ático de tu vida,
desempacaría y me quedaría a dormir
mientras llueves.
Porque el único lugar del mundo
donde encajo a perfección es
en
tus
brazos.

Y entonces me dices
que soy idiota
y poeta.
Pero, cariño,
un idiota es un poeta sin saberlo
y un poeta es un idiota que sabe escribir.
Por lo menos,
intenta reconstruir el desastre
de una sonrisa que no supo ser sastre
de sus heridas.
Y tembló de miedo.
Tembló el mundo
y tembló la atmósfera.
El cielo se vino de pico
y se estrelló contra tus labios,
con razón ese sabor a mar en tu piel
y dulce en tus mejillas.

Te mordía los labios
y te comía los miedos,
pero tú no quisiste frenar,
íbamos a cien kilómetros por hora
y nuestras narices se estrellaron
y salimos volando de los asientos.
Tú te reíste
y te quedaste viendo al cielo
-o lo que queda de él-
y quisiste nadar en las profundidades.
Sin saberlo,
una profundidad hablaba de otra profundidad,
porque, en términos legales, tu mirada gana por excelencia
y hacías bailar a cualquier pupila desprevenida.
Te agarrabas fuerte de lo que eras 
y esa era tu preciosa independencia.

Después de ti, nadie vuelve a ser igual, 
aunque tú sigues siendo la misma. 
Eso es lo que no me cabe en la cabeza,
puedes cambiar, revolucionar y construir mundos,
derribar muros
y abrir todas las jaulas de pájaros 
con tan sólo sonreír.
Ya ni las guerras querían ser guerras,
ni la poesía quería ser poesía.
Contigo empezó algo inexplicable
que ni la ciencia supo explicar.

Soy amante de las vidas que no tienen frenos,
que no tienen vías de escape una vez que estás dentro
y que te hacen rugir como león a mitad del Coliseo. 
Tú, por favor, no me encarceles en jaulas,
no me amarres las alas,
no me cortes los sueños
ni los hagas trizas con la realidad.

Si quieres 
yo,
con gusto,
me pongo la condena de recordarte para siempre.

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