Un día despiertas y te das cuenta de que nada ha
cambiado, de que todo sigue igual o peor que antes, sigues con las mismas cicatrices y con
las heridas más abiertas que nunca. Miras alrededor y ves que las personas que
un día dijeron que siempre estarían, ahora no están. Que las personas sólo
hablan por hablar y que no cumplen sus promesas. Todavía sigues desesperándote
por esperar algo que aún tienes la esperanza de encontrar, de que llegue, de
que suceda. Y a medida que el tiempo avanza, te sientes un poco apagado y
tienes miedo a lo que vendrá. Un día despiertas de una pesadilla preciosa a una
realidad desastrosa. Los relojes nunca se detuvieron y la vida te hizo arrugas. La vida pasó por encima de ti. Has perdido la cuenta de las veces
en que has muerto en un intento de salvar a alguien de su propio infierno y terminaste
quemándote con el fuego ajeno. O de las veces en que has intentado huir de ti,
pero lastimosamente nadie puede huir de sí mismo, aunque te vayas lo más lejos
posible (de todos y de todo). Estás tan frío por dentro que ni un abrazo de tu
madre puede calentarte un poquito. Nadie hasta el día de hoy ha sabido compartir
contigo sus cicatrices, nadie ha sabido hacer que tus heridas duelan menos y
nadie se ha quedado a vivir en tus ruinas. Y entonces comprendes que el secreto
de la vida está en vivir con las partes rotas, con los errores que cargas
encima de ti, con los precipicios y con los abismos, aunque sólo de pensarlo te
entre vértigo. Tienes que aprender a vivir por encima de cualquier situación
dolorosa. Y un día tienes la necesidad de regresar a esos lugares donde la vida
parecía tener sentido, sólo para recordar cómo eran las cosas justo antes de
que se hiciesen polvo.
Solo decirte que es empatía lo que he sentido al leerte.
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