jueves, 31 de julio de 2014

Nadie puede huir de sí mismo

Un día despiertas y te das cuenta de que nada ha cambiado, de que todo sigue igual o peor que antes, sigues con las mismas cicatrices y con las heridas más abiertas que nunca. Miras alrededor y ves que las personas que un día dijeron que siempre estarían, ahora no están. Que las personas sólo hablan por hablar y que no cumplen sus promesas. Todavía sigues desesperándote por esperar algo que aún tienes la esperanza de encontrar, de que llegue, de que suceda. Y a medida que el tiempo avanza, te sientes un poco apagado y tienes miedo a lo que vendrá. Un día despiertas de una pesadilla preciosa a una realidad desastrosa. Los relojes nunca se detuvieron y la vida te hizo arrugas. La vida pasó por encima de ti. Has perdido la cuenta de las veces en que has muerto en un intento de salvar a alguien de su propio infierno y terminaste quemándote con el fuego ajeno. O de las veces en que has intentado huir de ti, pero lastimosamente nadie puede huir de sí mismo, aunque te vayas lo más lejos posible (de todos y de todo). Estás tan frío por dentro que ni un abrazo de tu madre puede calentarte un poquito. Nadie hasta el día de hoy ha sabido compartir contigo sus cicatrices, nadie ha sabido hacer que tus heridas duelan menos y nadie se ha quedado a vivir en tus ruinas. Y entonces comprendes que el secreto de la vida está en vivir con las partes rotas, con los errores que cargas encima de ti, con los precipicios y con los abismos, aunque sólo de pensarlo te entre vértigo. Tienes que aprender a vivir por encima de cualquier situación dolorosa. Y un día tienes la necesidad de regresar a esos lugares donde la vida parecía tener sentido, sólo para recordar cómo eran las cosas justo antes de que se hiciesen polvo.

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